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Cuando algo se repite muchas veces, cuando la iteración se convierte en algo mecánico y carente de emoción, cuando siempre se pasa por el mismo sitio, cuando siempre se llega a la misma meta, cuando lo que hacemos, lo que pensamos, nuestra vida, pasa a ser un simple proceso cíclico todo está ya perdido, ya no somos más que objeto.

Hace ya mucho tiempo que el corpus del cine negro es sólo un objeto, que ya no tiene alma, que es sólo un morador del mundo feliz de Aldous Huxley. No están tan lejos de la verdad los que dicen que no existe cine negro después del blanco y negro, después de Humphrey Bogart, James Cagney, Edward G. Robinson, después de aquellos detectives y vividores, de aquellas mujeres fatales y aquellos rebuscados embrollos en los que se veían metidos, de Howard Hawks y John Huston, de Edgar G. Ulmer y Joseph H. Lewis. Tras aquellos años dorados la emoción desapareció, desapareció la pasión y desapareció el sujeto que era el cine negro, pasó a ser un objeto que se pasaba infructuosamente de mano en mano, siempre con resultados mediocres, la fórmula parecía haberse gastado, la gente ya no quería más rubias imitando a Lauren Bacall.

Por suerte la estructura del mundo hace que ante el agotamiento se pueda pasar al pastiche, a la reelaboración o al puro y duro homenaje friky, al ejercicio de melancolía o a la reinvención. Así es como nos llegaron films como “El largo adiós” (Robert Altman, 1973), “El gato conoce al asesino” (Robert Benton, 1977) o el la casi totalidad del cine de los hermanos Coen (“Sangre fácil”, “Muerte entre las flores”, “Barton Fink”, “Fargo”, “El Gran Lebowski” o “El hombre que nunca estuvo allí”), los cuales han llevado a cabo diversas reelavoraciones del material del cine negro con distintos resultados, tanto estéticos como conceptuales. El objeto en el que se había convertido el cine negro no volvía a ser sujeto, pero al menos su recuerdo servía para crear algo nuevo y atractivo.

Y, tras esta breve introducción podemos comenzar a hablar de “Brick”, el film de Rian Johnson, el cual recupera de manera emocionante el rol de perdedor al estilo Bogart, las mujeres fatales, los malos con halo de grandes mandamases, los matones, engaños, traiciones, contrabando, tensión sexual y un largo etcétera.

Cuando todo se convierte en pura rutina y aburrimiento consentido, el soplo de aire fresco suele provenir de las nuevas generaciones, de los jóvenes. Trasladar el mundo del Cine Negro a un High School americano no tiene, en principio, porque ser una idea tan buena. Lo que convierte a “Brick” en una película excelente, es lo que hacía de “El halcón maltés” un film genial. Unos actores que encajan como anillo único a dedo de hobbit, ese émulo de investigador privado que por un asunto personal termina tirando de la manta de toda una red de tráfico de drogas (Joseph Gordon-Levitt, actor nacido en 1981 y que desde lo 7 años lleva paseandose por televisión y cine, era el extraterrestre encerrado en el cuerpo de un niño en “Cosas de marcianos”, últimamente se ha destacado en films como “Mysteryous skin” de Greg Araki), esa chica que sabe perfectamente como usar su cuerpo para convertir en papanatas a cualquier hombre (Nora Zehetner, triunfando con la serie “Héroes”), un capo de aura épica a mitad de camino entre el Padrino y el Karin Abdul Jamal de “Juego con la muerte” (Lukas Haas, el “Único testigo” de Peter Weir hace años que dejó de ser un niño y pasea su talle por el cine independiente americano: “Johns” de Scott Silver o “Last Days ” de Gus Van Sant son un ejemplo), un gorilla de brazos de hormigón cuyos ataques de ira pueden más que cualquier elaboración mental (Noah Fleiss, al que pudimos ver en “Cosas que no se olvidan” de Todd Solondz), un cadaver molesto, un cerebrito que ayuda al protagonista y hasta una suerte de jefe de policía chillón y cabreado (un guiño al nuevo cine negro, Richard Roundtree, el protagonista de “Shaft”, en la que daba vida a un poli en la época del blaxplotation, todo cimentado sobre las actitudes y acciones del cine negro).

El ambiente frío y despojado de esas casas de madera del American Way of Life, los espacios abiertos del campo de fútbol y del instituto, el hormigón del túnel de la rambla o de donde almorzaba Brendan, esa chaqueta raida que parecía dejar pasar todo el frío del mundo, toda esa frialdad Humphrey Bogart la denotaba solo con su cara, pero no importa, aqui también la tenemos, no manejamos un icono del tamaño de Bogart, pero si que manejamos ese espíritu que un día que convirtió en objeto, algo que aún es capaz de tocar algunas teclas de nuestra consciencia.

 

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