Cuando a finales de los 70, el más internacional de los realizadores japoneses, Akira Kurosawa, tuvo problemas para terminar la producción de su último film en Japón (su última película íntegramente japonesa había sido “Dodes’ka-den”, 1970, y tras esta solo había dirigido una coproducción con la URSS: la excelente “Dersu Uzala”, 1975), los influyentes George Lucas y Francis Ford Coppola, fans confesos del maestro nipón, convencieron a 20th Century Fox de que pusiese el dinero que Kurosawa necesitaba. El resultado fue esta deslumbrante y simbólica crónica del Japón medieval que mostraba como el director estaba cada vez más interesado en los aspectos estéticos como contrapunto de sus tramas político-sociales (la culminación de esta tendencia llegaría con films como “Ran”, 1985, o “Los sueños de Akira Kurosawa”, 1990).
En el Japón del siglo XV, un ladronzuelo de tres al cuarto es adiestrado para sustituir a un señor feudal que ha muerto para engañar a sus enemigos (‘Kagemusha’ significa en japonés ‘señuelo’).
El director de “Rashomon” (1950) convierte este jugoso argumento en una historia en torno a un ‘perdedor’, imprimiendo una tristeza y una melancolía que tenía mucho que ver con el momento personal por el que estaba pasando; pero pegando a los espectadores a sus asientos gracias a una poderosa puesta en escena (esos soberbios planos que lo convirtieron en el ‘John Ford’ japonés) cargada de descriptivos y complejos encuadres y elaborados movimientos de cámara y una brillante concepción estética (ayudada por la fotografía de Takao Saitô & Shôji Ueda, la banda sonora de Shinichirô Ikebe o los espectaculares escenarios de Yoshirô Muraki) que elevaba la carga conceptual del film a una suerte de épica desoladora irresistible.