El desencanto imperante en la sociedad estadounidense de los 70 (debido a la corrupción política, el desengaño ideológico o la creciente inseguridad ciudadana en las grandes urbes) provocó que surgiese un subgénero en torno a ‘vigilante urbanos’ que se convierten en juez, jurado y ejecutor, a menudo movidos por la venganza (“Taxi Driver”, 1976, podría ser la cima). “El justiciero de la ciudad” fue una de las más representativas de esta corriente, un thriller criminal, agresivo y efectista donde Michael Winner (“En nombre de la ley”, 1971, o “Chato el Apache”, 1972) levantó ampollas por su apología de tomarse la justicia pos la propia mano y por convertir a los delincuentes en poco menos que monstruos inhumanos (entre punks, transtornados y psicópatas). Además, Charles Bronson se convirtió en un icono de esos ángeles exterminadores, crepusculares e implacables, que castigaban con la muerte a violadores o ladrones de bolsos por igual.
Paul Kersey (Charles Bronson) es un arquitecto neoyorquino que después de que unos ‘pandilleros’ ataquen a su familia decide que es el momento de tomar las armas y combatir la delincuencia a tiro limpio.
Nueva York parece el infierno (con la policía desbordada o sencillamente incompetente) en el guión de Wendell Mayes (nominado al Oscar por “Anatomía de un asesinato”, 1959), para justificar su patriótica defensa de las armas; su retrato social es superficial, es sensacionalista, predecible, … Pero también es un entretenido recital de violencia gratuita y demagogia social (uno de esos films donde es justificable el ‘No recomendado a menores’), disfrutable incluso si odias las armas y la derecha más rancia (sin hablar de la estupenda banda sonora de Herbie Hancock); porque esta suerte de western urbano (tal vez su historia encajaría mejor en el salvaje oeste), con guiños a “Raíces profundas” (1953) o “Valor de ley” (1969), es una pieza fundamental para entender los años 70 en EE.UU. Su éxito propició una buena cantidad de secuelas, imitaciones y un aceptable remake (“El justiciero”, 2018, de Eli Roth).