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Muchos cinéfilos de pacotilla se echaron las manos a la cabeza cuando vieron esta pieza maestra de David Lynch, esta obra redonda que sirve para dar forma, para ir completando el universo lynchiano, del que aún quedan muchas páginas por escribir (o es que pensabaís que ya estaba todo aprendido).

Siempre en ese límite tan fino que separa la realidad de la ficción, la realidad de la surrealidad, David Lynch se había preocupado de mostrarnos la cara del miedo, el rostro del mal, bien en la blanquecina tez de Robert Blake en “Lost Highway” o en la imposible dentadura de Willem Dafoe en “Corazón Salvaje”. Pero ya iba siendo hora de que Lynch se preocupase un poco por la otra cara del espejo, al menos si pretendía ser un cineasta completo (motivo por el cual John Ford no fue un cineasta completo, el muy cascarrabias, hasta que no filmó “Centauros del desierto”, ¿entendeís?). La otra cara del espejo es, claro está, el bien, encarnado aquí por un Richard Farnsworth que decidió dedicar su último año de vida al rodaje y promoción de esta historia hacia adelante. Esta historia de un anciano, que recive la noticia de que su hermano (un fugaz Harry Dean Stanton), al que no habla por una pelea desde hace muchos años, está a punto de morir y decide ir a visitarlo (cruzando cientos de kilómetros) en el único vehículo del que dispone: un cortacésped (a 10 kms/h.); no se aleja excesivamente del retrato de las oniricidades de la América profunda retratadas en “Terciopelo azul” o de los excéntricos secundarios de “Twin Peaks”. Sólo que lo que en “Blue velvet” eran tacos escupidos por un psicópata sexual, vouyerismo y penes con nombres, aquí es la mezcla de tozudez e ingenuidad propia de la vejez, la preocupación de una hija (Sissy Spacek, a la que encontramos ya en los agradecimientos de “Cabeza borradora”) o una cálida conversación bajo las estrellas.

Siguen en la brecha, acompañando a Lynch, tanto Angelo Badalamenti como el recuperado (por Lynch), tras “El hombre elefante” y “Dune”, director de fotografía Freddie Francis. Que aseguran también una impecable calidad técnica tanto en una música envolvente y a la vez etérea como en una fotografía colorista que evoca el universo pictórico de Edward Hopper.

 

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