Y pensar que antes de verla me preguntaba yo el porqué no se había estrenado en España “A dirty shame” de John Waters, un director del que han llegado con puntualidad todas sus películas, al menos desde “Polyester” (1981) y la más comercial “Hairspray” (1988). Pero una vez vista ya no hay mucho género de dudas, “A dirty shame” es el film más transgresivo de John Waters desde hacía 30 años, desde aquellos descacharrantes vehículos underground que fueron “Pink Flamingos” y “Cosas de hembras” (o la no estrenada en España “Desperate living”, o cómo el punk permea también a Waters). Estamos ante un verdadero festín de desinhibición y crítica al conservadurismo, las que son señas habituales del cine de Waters se multiplican aquí alcanzando momentos de auténtica sorpresa.
Las abigarradas correas que nos ciñen a los esquemas preconcebidos de moral y civismo occidental no son ajenas a nadie, supongo que tampoco a John Waters, él mismo se habrá visto muchas veces ante el conflicto que se te plantea cuando no encajan las piezas de la ética social y las muescas de nuestros deseos personales, así mismo imagino que tampoco es la vida que él desearía la que llevan muchos de sus personajes, pero, con John Waters más que con otros, el cine es cine, el cine es evasión, es forma de llevar a cabo mundos imposibles, sueños certeros como flechas y pesadillas húmedas y amargas. Waters nos transporta como pocos a un universo personal construido alrededor de un universo general (llamado Baltimore, por si alguien lo dudaba), su mundo ya poco importa si trasciende o no los valores cinematográficos, lo que se espera de él es que consiga que soltemos un sonado ” ¡¡no, no puede ser!! .”
En “A dirty shame” repiten las hordas de puritanos, viejas beatas y matrimonios aburridos que gritan “¡no queremos ser diferentes!”, y, por supuesto, repiten los antisociales, los incomprendidos, esos seres relegados de la sociedad sólo por que les ponga cachondos vestirse y comportarse como un bebé, comer heces o convertir su pelo en roca a base de laca. Aquí estos incomprendidos tienen su leit-motiv en el que probablemente sea la causa primera de todas las ansias humanas, el sexo. En otros films de Waters podíamos encontrar adictos a las drogas, al azúcar (divertidísimo rol el de la hermana de Edward Furlong en “Pecker”, 1998), a la música, la estética, incluso al trabajo, pero aquí todo gira en torno a la obsesión sexual, la obsesión sexual como liberación de este aburrido y rígido mundo. Un grupo de apóstoles sexuales acompañan a un mecánico convertido en mesías (fe de lo bizarro de la propuesta es ese final con un Johnny Knoxville flotando en el aire) en una revolución en la que se intenta que el mundo entero salga a las calles y folle con sus congéneres, vecinos, clientes y mandatarios.
Estupenda Tracey Ullman rodeada de los cómplices habituales de Waters y unas cuantas sorpresas (ahí está Chris Isaak, que se une a la lista de guaperas con talento, aunque no tenga que ser precisamente como actor, que ha reclutado el de Baltimore, Depp, Furlong o Dorff). Tríos, lamidas de culo, tetas del tamaño de sandías, felaciones, gays peludos y una escena de baile, protagonizada por la Ullman, en una residencia de ancianos que ha dado mucho de que hablar en un film vocacionalmente escandaloso, y tremendamente divertido. Con películas como ésta se me olvida que en realidad escondo en mi interior represiones, frustraciones y miedos, además viendo en la pantalla que efectivamente todo eso existe y es desadaptativo para las personas, aunque el mensaje de Waters es que todo se puede superar, que no hay nadie tan malo que no se pueda redimir, que hasta yo, merezco un guiño cómplice.