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Es cierto, llevan toda la vida diciéndonoslo, y es verdad, vivir no es fácil, compaginar la salud mental con la presión desquiciante y frustrante que impone la sociedad es cuestión de crecerte, autolobomizarte o volverte loco. Daniel Johnston hizo las tres cosas, y este impagable documental dirigido por Jeff Zeuerzeig nos pasea por las victorias y las derrotas de esta batalla contra la mediocridad iniciada por un joven hiperactivo y delgaducho a mediados de los 70 y que aún continúa un anestesiado cuarentón de más de 100 kilos al que sus padres aún tratan como un niño.

El estado de este blog dice mucho del estado en que me encuentro yo, abandonado, puesto en el mundo para nada, sin un objetivo más que el que a mi me venga en gana, como si yo fuese quién para decidir esto o lo otro. Daniel Johnston siempre lo tuvo bastante claro, allá por los años, 70, ya sabía que lo que quería ser era famoso, grababa películas caseras sin parar (material que vale su peso en oro como muestra de la adolescencia de Johnston y que se despliega en el film vertebrándolo por completo), y pronto comenzó a hacer grabaciones de sus propias canciones, dibujaba motivos entre siniestros e infantiles por todos lados, desde los pasillos del instituto a los bancos del parque habían ojos que se han salido de sus cuencas y viajan por el vacío, tipos con la cabeza abierta y sin cerebro o ese eterno combate de boxeo entre un hombre descerebrado y el mal en forma de espantoso monstruo de película de ciencia ficción de los años 50. Cuando tenía 20 años, en 1981, sacó su primer cassette autoproducido: “Songs of pain”, los grababa en el garaje y los vendía por ahí.

Como no solo pone de relieve el film de Feuerzeig, sino también prácticamente todas las canciones de Daniel Johnston, el concepto cristiano de salvación y evitación de los perversos caminos del demonio fue su leit-motiv principal para la creación de canciones en los años 80, eso junto con el omnipresente tema del amor, en su caso convertido en obsesión amorosa no correspondida. Toda la parafernalia moral de la Biblia se entrecruzó con su pasión por la música (y por la vida de los ídolos músicales, siempre flirteando con el desastre), en especial los Beatles y, sobre todo, John Lennon. Su mente inestable trenzó un rara avis de camino de salvación, un alejamiento de la realidad para lidiar mejor con el maligno, una suerte de concepción pitagórica de los números y una guitarra samaritana, que a través del idioma del folk consiguiese espigar el bien del mal, haciéndonoslo totalmente visible. Todo ello añadido al hecho de que Daniel tenía 24 años cuando apareció en la MTV, se hizo famoso y comenzó a ser requerido en programas y conciertos varios, las drogas y la vida de joven músico independiente neoyorquino no era algo que su mente pudiese aguantar (muy representativo de todo ello es la búsqueda de Daniel por Nueva York llevada a cabo por los Sonic Youth, para poder devolvérselo a sus padres sano y salvo).

Yo no tengo ningún transtorno bipolar, ni tampoco tengo la iniciativa del joven Danny, ni la historia del viejo Señor Johnston, ni he recivido la admiración de tanta gente (Kurt Cobain se proclamó fan incondicional de Daniel Johnston y apareció en varios medios con una camiseta del ‘Hi, how are you’, lo que hizo que todo el mundo se interesase por él a principios de los 90) preguntándome si les gusta mi música o si simplemente sienten pena de alguien como yo, que no puede controlar ni su propio comportamiento. No he tenido tantos problemas, pero tampoco he tenido tanta suerte.

Lo que vi en el film fue a un hombre introvertido e inestable que intenta por todos los medios expresar sus sentimientos por medio de la música. Sentimientos duros, como el experimentar el mundo por un adolescente desbocado y a la vez extremadamente tímido. Si su música era buena eso es otro cantar, a mi me parece música que puedo hacer yo (en otras palabras: mediocre), lo que en verdad atrajo a la gente fue el morbo, poder entrar en la mente de un esquizofrénico a través de un suave y, a menudo, infantil folk recitado con vergüenza y vocación metafórica, unas letras que puestas en su voz (la infantil voz de principios de los 80 o la más grave de los 90) te hacen viajar por páramos a los que sólo quieres ir en visita guiada.

Mientras el mundo se mueve, yo me quedo aqui escuchando ‘Like a monkey in the zoo’, bailando alrededor de la medianoche, explicándome porqué fue, porqué es y porqué será, sintiendo que tengo que encontrar algo a lo que llamar ‘Dios’, o al menos algo a lo que llamar ‘Bueno’, pero eso es otra historia…

 

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