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No sé si es desadaptativo o no, pero muchas veces me comparo con películas, no me comparo con personas que han llegado más alto que yo para así tratar de superarme a mi mismo, ni con tipejos que han tenido peor suerte que yo para conformarme con lo que tengo. Yo me comparo con el cine, a la hora de juzgarme me digo a mi mismo que soy como Billy Wilder, soy como su cine, sus personajes, sus películas, a mi me encanta el lado, llamémoslo, oscuro de la sociedad, si miro a la prostitución me gusta regodearme un poco en los problemas insalvables que conlleva (“Irma la Dulce”, 1963), si miro a los periodistas, pues preferiré como tema la falta de escrúpulos que se puede llegar a alcanzar (“Primera plana”, 1974), que puedo decir de los abogados y las agencias de seguros (“En bandeja de plata”, 1966), cuando me paro a observar como se mueve la gente dentro de un gran edificio de oficinas pienso en la alienación y la impersonalización del trabajo moderno (“El apartamento”, 1960), hasta si pienso en Sherlock Holmes me viene más a la cabeza el excéntrico pero efectivo Holmes de Wilder (“La vida privada de Sherlock Holmes”, 1970), y no hablemos cuando pienso en el mismo cine, ese telón oscuro que lo cubre, esas personas que hay detrás y sus historias de ambición, poder y derrumbe (“El crepúsculo de los Dioses”, 1950; “Fedora”, 1978), los campos de concentración (“Traidor en el infierno”, 1953), las infidelidades conyugales (“La tentación vive arriba”, 1952  ), la pederastía (“El solterón y la menor”, 1942 ), el capitalismo (y el comunismo, claro está, “Un, dos, tres”, 1961) o los asesinos a sueldo (“Aquí un amigo”, 1981, con un decadente Klaus Kinski en un divertido papel).

Yo soy como los personajes de “El declive del Imperio Americano” (Denys Arcand, 1986), que hablan y hablan sobre sexo, política, sexo, relaciones personales, sexo, literatura, sexo, cultura e insectos (pero en relación con el sexo, claro), les encanta la vida, tiene sus cosas amargas, pero se las toman con humor cuando pueden, no pueden adaptarse a la estructura social que se supone la correcta, pero hablan sin tapujos de sus transgresiones continuas (algunas incluso bizarras) como si la transgresión fuese la norma predominante, ¿y acaso no lo es?, sólo hay que darse cuenta. Cuando pienso en el mundo me doy cuenta de que las normas y los comportamientos son dos dimensiones distintas, que a veces se cruzan, pero en el fondo no es más que por casualidad y conveniencia personal. Cuando Remy y sus amigos franco-canadienses se enfrentan a la peor de las oscuridades (“Las invasiones bárbaras”, Denys Arcand, 2002) también lo hacen desde la mirada cómplice y la sonrisa contenida, intentando darle la espalda para, si es posible que te coja por sorpresa y con una carcajada en la boca.

Yo soy como Billy Wilder, le gusta mirar el lado más incomprendido de la sociedad, pero, al final le gusta poder descansar tranquilo, la reflexión de entrecejo fruncido aparcada para otro momento, expirar un poco de aire y repantigarse tirando de los extremos de la boca hacia las orejas, después de todo la vida solo son dos días, después de todo … nadie es perfecto.

 

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