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Estamos en el mayo del 68 francés, aquella fecha que habría de cambiar el mundo, aquella revolución que derrumbaría los cimientos sobre los que se edificaban las antiutopías de control y despersonalización. Bertolucci dirigía por entonces “Partner” movidos sus 28 años por dos impulsos: por un lado su tremendo inconformismo revolucionario, su comunismo intelectual, su afán de libertad, y por otro la cinefília que impregnaba todo su ser. Esos son precisamente los leit-motiv de los hermanos franceses (Eva Green, que a sus 23 años nos hizo hiperventilar a más de uno y a la que hemos visto después en “El reino de los cielos” de Ridley Scott o como última chica Bond en “Casino Royale”; y Louis Garrel, actor de familia de actores que ya ha compartido protagonismo con Jane Birkin o Isabelle Huppert) que adoptan como mascota a un joven americano (Michael Pitt, al que veremos en el remake que el propio Michael Haneke prepara de su film “Funny Games”, y que ya habiamos visto en el “Bully” de Larry Clark o en la epopeya drag “Hedwig and the Angry Inch”), el cual compensa la pasión por el ideal con un conservadurismo diríase más maduro, más material, más serio, menos emocionante, menos vivo.

Bertolucci nos propone un juego, un juego mediante el que iremos recorriendo los pasos que llevaron al mayo del 68. Pero no nos dejemos engañar, Bertolucci no nos está hablando de las revoluciones estudiantiles en París, no nos habla de Eric el Rojo, de Sartre o de la Sorbona. Con el tiempo la cinefília del sexagenario director italiano ha ganado terreno a sus ansias de cambiar el mundo a base de lucha obrera. Bertolucci nos está contando la historia de la Nouvelle Vague, de las causas de ésta: “La parada de los monstruos” de Tod Browning, “Luces de la ciudad” de Charles Chaplin, “The Cameraman” de Buster Keaton, “Scarface” de Howard Hawks, “Johnny Guitar”, “Rebelde sin causa”, “Los amantes de la noche” de Nicholas Ray, “A nacido una estrella” de George Cukor, “Corredor sin retorno” de Samuel Fuller, “Sed de mal” de Orson Welles o “The girl can’t help it” de Frank Tashlin representando a ese cine americano que los críticos de Cahiers du cinema se empeñaron en llamar de autor (la visión de todos estos clásicos del cine, y muchos más, convirtió a la Nouvelle Vague en docta de la técnica del cine clásico); “El ángel azul” y “La venus rubia” de Josef Von Sternberg representando a ese durísimamente sexual cine alemán post-impresionista (sé que la segunda ya la rodaron en USA, pero no me importa, a Bertolucci supongo que tampoco) el cual poseía la libertad que ellos querían poder tener a la hora de rodar (propugnaban libertad de temas y modos), “Paisa” de Roberto Rossellini representando al neorrealismo italiano (un cine más rápido y espontáneo, que se asemeje más a la realidad), o “Persona” de Ingmar Bergmanen representación de ese cine sueco que removió la psicología humana (era necesaria relevancia psicológica, algo que también supieron ver en Nicholas Ray); sin duda se podrían citar más, pero “Soñadores” no es un documental exhaustivo sobre las raices de la nueva ola del cine francés de los años 60, sería más bien el alma cinematográfica de Bertolucci emparentada con ese despertar del cine que protagonizaron Truffaut, Godard y compañía.

Y esos son los otros blancos de las referencias de Bertolucci en su juego cinéfilo, tenemos “Los 400 golpes” como obra fundacional del movimiento y tenemos un recorrido por el Godard de los 60 (“Al final de la escapada”, “Banda aparte”, “Pierrot el loco” o “La china”) como corpus revolucionario del estilo y la personalidad de aquellos cinéfilos iconoclástas y a la vez fieles al lenguaje cinematográfico como medio múltiple y complejo. Los rostros de Jean-Pierre Leud o de Jean-Paul Belmondo, “Mouchette” de Robert Bresson, los tijeretazos de Godard, el jazz, el cine de género en manos de una banda de críticos idealistas en la tierra del vino y el queso. Bertolucci quería hacer un homenaje a la revolución francesa, a la que funcionó de verdad, a la que no decepcionó, a la que en su momento envidió (y seguro sigue haciéndolo). “Soñadores” pone el afán de experimentación que emanaba el cine Jean-Luc Godard en las acciones de Isabelle y Theo, su indagación de la escatología y los límites de la mente humana remite directamente a ese intentar hacer todo lo que se pueda pensar que casi era el estandarte de este grupo de directores franceses (aunque Godard fuese suizo).

Si Michael Curtiz o Howard Hawks hubiesen viajado al cine francés de los 60, habrían compartido muchas cosas con Jacques Rivette, Claude Chabrol o Eric Rohmer, pero llegado cierto momento, llegado cierto punto, no habrían podido llegar tan lejos como éstos, habrían sido demasiado fieles a sus normas, habrían sido excesivamente serios en sus quehaceres no habrían podido lanzarse de cabeza a la espontaneidad, a la sutileza de “Mi noche con Maud”, al espíritu bizarro de “Lemmy contra Alphaville”, a la dureza melancólica de “Accidente sin huella” (a la que debe mucho, por ejemplo, Sean Penn), o a la crítica al catolicismo de “La religiosa”. Y eso es lo que termina pasándole a Matthew, esa tercera pieza del rompecabezas que nunca acaba de encajar.

Para mi un excelente para este ejercicio de nostalgia servido con los ingredientes típicos de Bertolucci, que, no por casualidad, tiene su propio génesis en esta misma mina de talentosos inconformistas.

 

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