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Un compañero me ha llevado hoy por unos derroteros que no vienen nada bien a mi torturada úlcera. El muy cafre me ha cogido como cabeza de turco para explicarme lo mucho que le gustaba ese chorro de heces diarréicas al que llaman “Spider-man”. No es que fuese acérrimo fan del adolescente mogigato y super antropoarácnido perpetrado por Stan Lee (que lo era y mucho), sino que también (y tal vez por eso) era fan, si (me cuesta decirlo) de la memez americana post-informática-introducida-en-el-cine-hasta-la-saciedad, que encargaron (para terminar de degenerarlo) a Sam Raimi.

Me decía (mi compañero) que estaba harto de que todo el mundo comparase los colores de sus superhéroes favoritos con los de la bandera americana, pero joder ¿es que no te das cuenta de que américa es la creadora de esos botarates con mallas? Pero si todos los superhéroes son americanos, y los que no lo son se ven obligados a emigrar a USA (como decía aquel: USA no usa) para pillar trabajo. Y para más INRI los supervillanos (aquí si que hay delicias que pervertirían hasta el más mojigato de los nuevos mutantes) siempre son extranjeros (nazis, chovinistas franceses, refinados y perversos caballeros ingleses o árabes hábidos de dinero), pero si son más xenófobos que en la Biblia (que agárrate a mi polla que hay curvas).

 

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