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Alejandro Jodorowsky hizo su debut como director cinematográfico con una adaptación del cuento corto “Las cabezas trocadas” de Thomas Mann, mucha ambición, cuando con 28 años (1957) decidió ponerse al frente de este mediometraje olvidado, incluso en su filmografía oficial, pero con un tono muy jodorowskiano, unos jovenes hindús deciden intercambiar sus cabezas porque una chica está enamorada del cuerpo de uno y de la mente del otro.

Once años después, en el seno del Movimiento Pánico llevó a cabo la que es su obra maestra de los primeros años. En “Fando y Lis”, 1968 (el año es tremendamente decisivo), con un guión firmado junto a Fernando Arrabal, Jodorowsky pone en celuloide un permormance que Arrabal había escrito. Intenta mostrar, por medio de una pareja mutante (si uso el término es porque a Jodorowsky le encanta) la hipocresía reinante en el mundo, sobre todo en referencia a las relaciones de pareja, como la apariencia de comunicación es en realidad un espejo unidireccional, como el querer y el no querer son un mismo trazo negro en la piel. Imágenes impactantemente surrealistas y sentimientos complejos y reales rubrican el debut oficial de Jodorowsky en la dirección.

“El Topo” fue su segunda película, el relativo éxito de “Fando y Lis” le había dado la oportunidad de ponerse tras las cámaras sólo dos años después. El género elegido era un géero que se había ido diluyendo en cine de baja calidad desde los años 50 (es curioso como los ejemplos de buen western que encontramos en los años 70 ya no proviene de EE.UU.), el western aún tenía mucho que dar. Cargado de su hijo y de un simbolismo y una imaginación que nos remiten al surrealismo más visceral (un extraño mundo entre surrealismo y realismo), El Topo intenta hacerse un altar en medio del rudo oeste americano. Todos los tópicos del western al servicio de las inquietudes estéticas y metafísicas de Jodorowsky: homosexualidad, masacres, religión o enanismo.

Y en 1973, llegó la tercera entrega de la filmografía de Jodorowsky, el chamán de ontología mística nos sumergía en un cuento a imagen y semejanza de las ideas de trascendencia que le vagaban por la cabeza. De nuevo el éxito de su anterior film le daba fuerza. (“El Topo” fue presentada en Nueva York por John Lennon que puso a Jodorowsky de moda entre el ambiente hippie desencantado de finales de los 60, principios de los 70). En “La montaña sagrada” su imaginería visual y conceptual se pone al servicio de la que probablemente sea su película más pretenciosa (si acaso no lo son todas en su justa medida) y desfasada. Como anécdota decir que George Harrison se interesó en el papel de ladrón, pero como condición se debía eliminar la escena en la que se ve el ano de éste mientras se limpia el culo, Jodorowsky se negó y el ex-beatle no participó en el film.

En “Tusk”, 1980, Jodorowsky volvía al cine, y volvía también a la India, ese país que tanto le ha fascinado, con esta historia de destinos cruzados (entre una niña inglesa y un elefante indio, Tusk) tan en la linea de pensamiento de Jodorowsky, la predestinación, las señales que no se ven a simple vista, esa estructura de la realidad a la que solo se llega por medio de una iluminación, de una experiencia mística (también es interesante comparar los semblantes de Jodorowsky y del antropólogo Carlos Castaneda, menuda pieza también). La crítica vapuleó la película (supongo que, en realidad, con criterio, pero es que no dejaba de ser un pedazo de Jodorowsky, y ¿quién tiene derecho a censurar eso?), y su actividad como director se vio forzada a un descanso que probablemente le hizo más bien que mal.

En 1989, la crítica se volvió a poner de parte del chileno cuando éste estrenó “Santa Sangre”. Por medio de los flashback de un joven encerrado en un hospital mental, Jodorowsky nos lleva de viaje por su alucinería metaespacial, pero de una manera mucho más clara que sus predecesoras (contando con Claudio Argento, hermano de Dario, en el guión), más lineal y menos intimista. Se funde el circo y la Iglesia (los padres de Fenix eran lanzador de cuchillos él y sacerdotisa ella), las amputaciones y las taras, pero un ritmo, tal vez demasiado lento (y no hablemos del reparto, una constante en su cine, que, tal vez lastra demasiado). Un viaje más al universo de Jodorowsky entre drogas y bailes, entre sangre y bilis.

Para terminar su filmografía (y aunque tiene un par de proyectos en cartera desde hace años), y tras el éxito de “Santa Sangre”, Jodorowsky se enfrascó en una historia de dos vagabundos. En 1990 estrenó “El ladrón de arco iris”, nada menos que con Omar Shariff, Peter O’Toole y Cristopher Lee, con la producción de Alexander Salkin y presupuesto para lo que fuese. Desde luego la historisa de estos dos marginales que buscan el pote lleno de monedas que hay al principio del Arco iris no cuajó mucho, y es que Jodorowsky no es un director de presupuestos holgados, joder!!, es un director de ideas, si todo es correcto técnicamente flaquean sus ideas, no muy acordes con que te gastes 100 millones de dólares en algo inútil.

Espero que vuelva, espero que vuelva de la mano de una producción suya, con su familia (que aunque no son grandes actores, si que son los suyos) y sus ideas, con su imaginería que no comparto y hasta con la que si, misticismo trascendental e imaginería mental, una pieza angular de lo que es el cine y el arte. Una pieza distinta y, por ello, única y genial.

 

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