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Si no me encuentro particularmente turbado hoy es porque anoche tomé algo que no suele fallar. Y me refiero a una buena dosis de cine de Jim Jarmusch, esa mezcla moderna entre Bresson, Melville y Chaplin. Después de mucho tiempo persiguiéndola, al fin ayer pude ver “Mystery train”, una delicia de 1989, en la que Jarmusch hace evolucionar ese paradigma suyo de la estética de la incomunicación, del detalle y el micro-acto como centro de historias tan cómicas como dramáticas, como la vida misma, vamos, sabiendo extraer lo que de trascendental tiene lo cotidiano entre imágenes que se te graban en la retina.

La indeleble versión que de “Mystery train” hizo Elvis Presley vertebra tres historias ambientadas en Memphis, un hotel regido por el mismísimo Screamin” Jay Hawkings (y con el coleguilla Cinqué Lee de botones, al que vimos precisamente en Memphis con su hermana gemela en uno de los cortos de “Coffee & cigarettes”) sirve de lugar de reposo a todos los protagonistas y la voz prehistórica de Tom Waits (otro habitual del director) nos marca el final de cada uno de los episodios.

Una de las obsesiones más recurrentes de Jarmusch es oriente, Japón, para ser exactos (a destacar ese homenaje al cine de Melville que es “Ghost Dog: el camino del samurai” en la que pone la filosofía japonesa como guía de un robusto sicario interpretado por Forest Whitaker), y en el primer tramo de “Mystery train” tenemos a dos adolescentes japoneses que llegan a Memphis para ver Graceland y Sun Records, ella admira a Elvis, él prefiere a Carl Perkins. Con su mirada nihilista nos cuenta la ilusión y el desencanto, esas poses rockabillys en sus delgados y esbeltos cuerpos mientras pasean por un Memphis casi postnuclear nos remite a las experiencias primigenias, al vivir las cosas por primera vez, a esa juventud airada que todos hemos llevado dentro (y no necesariamente en nuestra juventud).

El segundo episodio también transita por paises afines, si en el anterior era Japón ahora tenemos ante nosotros a Nicoletta Braschi representando a Italia (recordemos que es la mujer de Roberto Benigni, también habitual de los primeros films de Jarmusch, durante su estancia americana), país en el que rodaría en la posterior “Noche en la Tierra” (de nuevo film episódico, esta vez montamos en diversos taxis en Roma, París, Estocolmo o New York). La Braschi ha de permanecer en Memphis por la muerte de alguien cercano en éste, el episodio más flojo, cuento salpicado de fantasmas (de Elvis, claro está) y miedos.

Y, para terminar, tiene reservada a toda una figura del punk-rock como centro de una trama de crimen y problemas sociales. Joe Strummer (líder de The Clash) no tiene un buen día y acaba haciendo algo de lo que arrepentirse. El genial Steve Buscemi (también estaba en Memphis con los gemelos Lee contando una extraña historia del hermano gemelo de Elvis) es su cuñado, un barbero trasunto del yo-no-busco-los-problemas-me-caen-del-cielo que interpretaba hace un par de años Cary Grant. Algo de crítica social, mucha mala leche, realismo esquemático, algo de acción y situaciones de comedia negra pura (de esas cuya risa no es jaja, ni jiji, sino ¡joder!) en el broche de una película ya lejana en la filmografía del director de “Flores rotas”.

Anticipándose a Tarantino, las historias se entrelazan, los sucesos intersecantes aparecen aquí y allá, pero no es lo importante la estructura, sino esa serenidad mágica que se ha convertido en marca de fábrica, esa impasibilidad del rockabilly nipón, como pasan el tiempo en la recepción del hotel o cómo conducen sin destino empinándose una botella de whisky, todo con la tranquilidad del que ya sabe que el mundo no se para, con la tranquilidad del que sabe que con estar aquí ya tenemos hecha la mitad del camino.

 

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