Decía el bueno de Immanuel Kant que el hombre es conocimiento, acción y esperanza, para él, la búsqueda de la verdad era la búsqueda de las condiciones que hacían posibles esas tres dimensiones (hay que tratar de contestar a tres preguntas: ¿Qué puedo hacer?, ¿Qué debo hacer?, ¿Qué me es permitido esperar?). En “Spellbound”, Jeffrey Blitz, nos hace un recorrido por el conocimiento, la acción y las esperanzas de ocho hombres (en un sentido más integrador del original kantiano) de metro y medio; pone el método trascendental, una vez más, al servicio del sujeto.
Ocho postales de los Estados Unidos, de diversos rincones de su geografía, ocho niños de diversas índoles, desde el empollón de origen hindú, hasta la niña sin amigos que se refugia en sus libros, desde el grandullón que amilana a sus demás compañeros a la mejicana que canta las alabanzas de la tierra de las oportunidades. Ocho personas y una sóla manera de ver el mundo, la competición como motor de diferenciación, como manera de sacar la cabeza sobre tanta mediocridad y medianías varias. Como Long John Silver veía en el tesoro escondido, estos chicos ven en el concurso nacional de deletreo una oportunidad de convertirse en algo que la sociedad venera: un triunfador. Para erigirse vencedores, estos niños se convierten en marionetas en manos de los que verdaderamente están buscando esa gloria: sus padres, al menos en la mayoría de los casos.
Me pregunto si no tendrá cierta culpa de todo esto aquel filósofo alemán que escasamente salió de Koningsberg. En el giro copernicano propuesto por Kant pasamos de profundizar en el ser a hacerlo en el sujeto, de dar importancia a la pura existencia, a hacerlo al sujeto en sí. Por arte de magia nos convertimos en el ombligo del Universo, en los preferidos de la profe, existir ya no es un lujo, todos lo hacemos, ahora hay que llegar más alto. A la pregunta ‘¿Qué puedo yo saber?’ contestarían la mayoría de los protagonistas de “Spellbound” con un rotundo hasta-el-infinito-y-más-allá, parece que, en efecto, sus padres los hayan convertido en auténticos robots y el tope lo pongan sólo las limitaciones físicas, o que el espíritu ilustrado del mismísimo Kant los haya poseído. Parece mentira que hayan podido meter a todo un hombre adulto entero dentro de ese pequeño hindú de 8 años que aparece al final y habla como un gurú, al que todos tienen miedo porque había quedado 4º el año anterior; cuando explica, enfundado en un traje con corbata diminuto, lo que recomienda a los jóvenes de ahora, se me ponían los pelos de punta. Entra ahí en la segunda pregunta: ‘¿Qué debo hacer?’, las dudas sobre la moral o la política están muy encauzadas por las sociedades modernas, y los chicos del campeonato de deletreo tienen tan clara la moral como las demás cosas (todos excepto ese Harry Altman al borde de la esquizofrenia, el cual podría protagonizar un documental él solo), pero también es cierto que todo ese mundo se derrumbará con la adolescencia, y entonces sus papás-creadores-del-monstruo se echarán las manos a la cabeza.
La última pregunta que propone Kant es ‘¿Qué me está permitido esperar?’. Del primer niño al último, todos esperan ganar, al menos en cierto modo. Jeffrey Blitz se ocupa de que se cubra un espectro lo más heterogéneo posible, pero todos los chicos, más o menos ingenuamente, sueñan con ganar, ser distintos, triunfar. En la mayoría de los casos todo quedará en nada, y la decepción será proporcional a las esperanzas. Para Kant es cuestión de no esperar más de lo que se ha de esperar, pero él no vive aqui, no vive en este mundo de sensaciones luminosas que se encienden como neones para celebrar el éxito con confeti, en estos tiempos de exaltación del éxito fugaz.
En definitiva, tenemos en “Spellbound” una excelente muestra de documental actual, un retrato, a veces gracioso, otras siniestro, de lo que es la relación padre-hijo, de la competitividad infantil, y, sobre todo, un retrato incuestionable del hecho de que un niño termina siendo el éxito o el fracaso de lo que sus padres quieren hacer con él, toda una pena cuando las intenciones del padre desafían la tercera pregunta kantiana. Toda una pena, fracase o tenga éxito.