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Desde que en 1927, Josef Von Sternberg rodara “La ley del hampa” (“Underworld”) hasta que 80 años después Ridley Scott ha dirigido “American Ganster” han muerto muchos soplones en barberías de barrio; desde la historia del ganster irlandés Bull Weed (George Bancroft, visto en “Blood Money” de Rowland Brown, 1933, o en “Ángeles con caras sucias” de Michael Curtiz, 1938), estampada en un sucio blanco y negro hasta la superproducción protagonizada por Denzel Washington (dónde da vida a Frank Lucas, el cual hace su agosto con exóticos e intravenosos productos de oriente) y servida con fotografía setentera de blockbuster, muchos miembros de la familia han acabado en el fondo de la bahía calzando zapatos de hormigón; desde los años 20 se lleva escribiendo la historia del cine de gansters.

1920, entra en vigor la Ley Seca en EE.UU., pocos años después unos cuantos delincuentes de distintas procedencias se habían convertido en miembros tan respetados como temidos en las grandes ciudades, el crimen organizado se había edificado sobre la ciénaga de la prohibición. 1930, comienza la época dorada del cine de gansters a ritmo de jazz y sirenas de policía: “Hampa dorada” (“Little Caesar” de Mervyn LeRoy, 1931), “El enemigo público” (“Public Enemy” de William A. Wellman, 1931) o “Callejón sin salida” (“Dead end” de William Wyler, 1937) nos presentaron a los que serían los reyes del género, Edward G. Robinson (la cara de Peter Lorre deshinibido que tenía le sirvió de mucho para pasearse por roles del cine negro y de gansters como el Johnny Rocco de “Cayo Largo” de John Huston, 1948), James Cagney (su excesiva interpretación de Cody Jarrett en “Al rojo vivo” de Raoul Walsh, con ese edípico clímax final, ha quedado grabada en el género para siempre) y Humphrey Bogart (aunque posteriormente más popular por su rol de detective privado, Bogart fue el ganster de imperturbable mirada fría pero humana en “El bosque petrificado” de Archie Mayo, 1936, “El último refugio” de Raoul Walsh, 1941, y muchas otras).

Al gobierno USA no le gustaba tanta inmoralidad y violencia, y puesto que, sólo hasta 1934, ya se habían rodado más de 300 películas de gansters, decidieron intervenir en el asunto, convirtiendo el género en una suerte de cine propagandístico de las fuerzas del orden (El código Hays decreta que todo delincuente debe ser tratado de enfermo mental), tanto James Cagney (“Contra el imperio del crimen”, de William Keighley, 1935) como Edward G. Robinson (“Balas o votos”, también de William Keighley, 1936 y en la que Robinson tenía que cazar al mismísimo Bogart) pasaron de ser gansters a ser agentes del F.B.I. o similares. Esto dio paso a un nuevo personaje por gentileza de los tough writers (Dashiell Hammett o Raymond Chandler): el detective privado.

En los años 50, el cine de gansters se vio arrinconado en la serie B, directores como Samuel Fuller (“Casa de bambú”, 1955), Nicholas Ray (“Chicago años 30”, 1958) o Richard Wilson (“Al Capone”, 1959) intentaron infundirle vida mirando nostálgicamente a films como “Los violentos años 20” (“The roaring twenties”, Raoul Walsh, 1939 en la que estaban juntos Cagney y Bogart) e introduciendo elementos más afines con los tiempos como los conflictos raciales o las fugas de la cárcel (“Under the gun” de Ted Tetzlaff, 1951), pero el género se encontraba moribundo. Los 60 no dieron mucho más: el gurú de la Serie B, Roger Corman, recién salido de sus célebres adaptaciones de Poe, dirigió la recomendable “La matanza del día de San Valentín” (“The St. Valentine”s day massacre”, 1967), a lo que hay que añadir una ola de biografías de mafiosos (desde la estupenda “Bonnie & Clyde” de Arthur Penn, 1967, a la mediocre “Young Dillinger” de Terry O. Morse, 1965, pasando por Ma Baker o Dutch Schultz.

Los 70 están colmados por “El padrino” (“The Godfather”, Francis F. Coppola, 1972) y su continuación, en la que, por primera vez, podemos sumergirnos exhaustivamente en el mundo de la mafia, de sus orígenes (la mafia comenzó como cuerpo de orden privado de los terratetientes silicianos) a su decadencia, su código moral y sus negocios (desde drogas, con las que no está de acuerdo Vito, hasta el mundo del cine) gracias a la pluma de Mario Puzo.

El cine de gansters ya no es lo que era cuando entran los años 80: “Scarface” (1983) de Brian dePalma y “Erase una vez en América” (1984) de Sergio Leone son los dos polos del continuo modernismo-clasicismo que vertebra el género en la década de los 80, que, no obstante, contiene algunos representantes muy dignos como “Gloria” de John Cassavetes (versionado en 1999 con Sharon Stone en el papel de Gena Rowlands) o “El honor de los Prizzi” (penúltimo film de John Huston).

Martin Scorsese daría al género de gansters sus últimas obras magnas, “Uno de los nuestros” (“Goodfellas”, 1990) y “Casino” (“Casino”, 1995) fueron exhaustivas radiografías del ganster como ser humano ansioso de poder y también de afecto gracias a la complicidad de Robert DeNiro o Joe Pesci. También en los 90 apareció un gran deudor de Scorsese: Quentin Tarantino, que añadió al género los descubrimientos provenientes del cine de Hong Kong, del Spaghetti Western y de la cultura musical y televisiva de los 70, en films como “Reservoir Dogs” o “Pulp Fiction”.

Y el género parece ir despegando otra vez, quedaron atrás los capacitadores del renacimiento, “Los Intocables” (“The untouchables” de Brian dePalma, 1987), “Muerte entre las flores” (“Miller”s crossing” de Joel Coen, 1990), “Bugsy” (“Bugsy” de Warren Beatty, 1991) o “Donnie Brasco” (“Donnie Brasco” de Mike Newell, 1997), para ir dejando paso de nuevo, como en los años 40, a superproducciones como “Gangs of New York” e “Infiltrados” (2002 y 2006, ambas de Scorsese de nuevo), “Camino a la perdición” (“Road to perdition” de Sam Mendes, 2002) o este “American Ganster” que nos ha hecho sumergirnos en el cine americano de gansters.

 

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