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Cuando Platón era aún un adolescente asistió al estreno de “Electra” en el Teatro de Dionisio, en la Acrópolis de Atenas. Apagaron las antorchas y se iluminó la escena. A los pocos minutos, cuando Clitemestra asesina a su marido Agamenón, unos ancianos sentados tras el joven Platón perturbaron el silencio de las gradas: “Esquilo era más sutil, y la sutileza es sabiduría”. El futuro alumno de Sócrates se volvió y les dedicó una mirada de desprecio, como el que ellos sentían hacia formas más modernas y novedosas. No mucho tiempo antes, el paso de la tradición oral a la escrita supuso una primera revolución en la transmisión de información, ese extraño método de almacenamiento de los pensamientos fue criticado por verse como una forma deficiente de comunicación del saber, era incapaz de incluir el contexto y ponia a la ciencia bajo riesgo de ser vulgarizada, de perder su carácter elitista y abriéndose a cualquier persona más allá de una élite de elegidos o privilegiados.

 

 

CINE Y MARXISMO

 

Cerca de 24 siglos después las luces de una sala de cine se apagaban como aquellas viejas antorchas. Era diciembre de 1926, Moscú, los murmullos cesaron poco a poco en la oscuridad, Walter Benjamin lanzó una mirada furtiva y tímida a su acompañante, Asja Lacis, la cual actuaría de intérprete para los rótulos. “El Acorazado Potemkin” comenzó, el espíritu de la revolución bolchevique de 8 años atrás se instaló en los pechos de los asistentes. De vez en cuando Asja apretaba fuerte la mano de Walter como para destacar algunos tramos de la película. “El Acorazado Potemkin”, el film de Sergei M. Eisenstein encargado por el gobierno soviético como elemento propagandístico, habla de cómo el pueblo rompe las cadenas impuestas por el Zar y se rebela contra él, como los fuertes ideales de libertad de los ciudadanos no pueden ser pisoteados, y menos por alguien cuyo poder se sustenta en el linaje. En aquella sala se encontraban las dos causas más importantes para que Benjamin hubiese decidido ir a Rusia (en vez de a Israel, como habría deseado su amigo Gershom Scholem), aquellas ideas sobre la comunidad que Eisenstein ponía en intensas y bellas imágenes, y Asja, pero esa es otra historia.

 

Walter Benjamin no era un marxista al uso, no era exactamente la clase de idealista capaz de desarrollar durante horas una diatriba política sobre el poder de los soviets y la necesidad de la socialización del capital mientras enarbola una pancarta en la que se reivindica la importancia lukacsiana del partido. Walter Benjamin, como paradigma de pensador multidisciplinar, de hombre rompecabezas, integraba elementos de la crítica a la civilización que llevó a los románticos a retirarse a la Naturaleza como último refugio de sus yos más profundos, con el cuerpo teórico del marxismo. Su trasunto audiovisual estaría a medio camino entre Timothy Treadwell (“Grizzly Man”, Werner Herzog, 2005), con su pasión casi psicótica por el lado animal del hombre; y Herbert J. Biberman (“La sal de la tierra”, 1954) intentando hacer arte comprometido. De ahí que sus escritos se convirtiesen en reflexiones acerca de su persona aún cuando estuviese hablando de las calles de París o de las excelencias de una buena miniatura, aquel espíritu romántico de tiempos pasados, que no era otra cosa que una manera de ver el mundo, se mezclaba con las vanguardias (tanto artísticas como políticas) desprendiéndose de las principales corrientes de la cultura moderna más convencional.

 

La estrecha relación entre belleza y nihilismo, estética y violencia, la destrucción y lo bello, no quitaba para que Benjamin tuviese cierta esperanza en el arte aún en un tiempo en el que la reproductibilidad técnica parecía amenazarlo también, hacerlo desaparecer como intentan hacernos creer hoy día que desaparecerá si persisten las descargas ilegales en internet y el pirateo. Ni ahora ni antes el arte tenía nada que temer, y aunque pusieran el grito en el cielo, tampoco tenían nada que temer los mercaderes de arte. Los que lo vendían creyeron que aquellas nuevas artes acabarían con el mercado, pero lo que pasó es que los nuevos aires hicieron hipervitaminarse las posibilidades comerciales de la obra artística (la gente se abarrotaba frente a los cines para ver a Janet Gaynor en “Amanecer” de F.W. Murnau, 1927; tal y como lo han hecho para ver “Avatar” de James Cameron, 2009). Aunque la esperanza de Benjamin iba por otro camino, era cierto que la obra de arte tal y como se conocía hasta el momento había cambiado gracias al cine, las grabaciones sonoras, la fotografía, …, el alma de la obra de arte única e inimitable nunca volvería a ser la misma en el mismo momento que consideramos una foto como una obra de arte que puede duplicarse hasta el infinito a partir de su negativo. Si querías ver ‘El baño Turco’ de Ingres, tenías que ir al Louvre, en París, pero si querías ver a Theda Bara interpretando a Cleopatra (“Cleopatra” de J. Gordon Edwards, 1917) solo hacía falta ir al cine que había a la vuelta de la esquina. El arte habría perdido unicidad, pero había ganado en accesibilidad, el arte comenzaba a estar al alcance de mucha más gente, cualquiera podía comprar una foto de París hecha por Eugene Atget a un precio módico y colocarla en su salón, junto a la radio, en la cual podía escuchar relatos de Kafka, Lovecraft o F. Scott Fitzgerald . Que el acceso del pueblo al arte fuese considerado positivo por Benjamin demostraba que el marxismo formaba parte de su ideario particular.

 

CINE Y NAZISMO

 

Este viajero interpretando el mundo frente a un mar de niebla también fue testigo del ascenso del terror a las altas esferas alemanas. Como testigo de su tiempo, como permanente cronista de la realidad que lo rodeaba a través del prisma que era él mismo, Benjamin desarrolló una serie de ideas alrededor del auge del partido nacionalsocialista. En 1935, mientras Leni Riefenstahl estrenaba “El triunfo de la voluntad” amparada por el mismísimo Hitler, entre fanfarrias, grandes focos y alfombras rojas; Walter Benjamin escribía en la penumbra de su pequeño estudio en París, como Felix Nussbaum autorretratándose como judío perseguido que no se rinde incluso aunque no quede ninguna salida. Esbozaba otro capítulo en el autorretrato que es su bibliografía. En “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, Benjamin distingue la ‘imagen metafísica global’ (una especie de zeitgeist benjaminiano) en la vinculación entre estética y violencia, el fascismo que Leni Riefenstahl ensalzaba en su oda al Hitler-mesías era la culminación de esta vinculación. De tal manera que las nuevas perspectivas (entre ellas las mismísima sensibilidad artística) del mundo en los años 30 contenían una voluntad de satisfacción capaz de desviar su placer a la destrucción y a la violencia, incluso de llegar a la autoaniquilación en una segunda guerra mundial. Esta concepción de la sociedad ratificaba la visión negativa de Walter Benjamin, su pesimismo desolador (ese que sobrevuela “La cinta blanca” de Michael Haneke, 2009), aunque siempre había cosas que le ayudaban a llevar mejor aquella carga.

 

Hitler aprovechó aquel arte de la época de la reproductibilidad técnica. En todos los teatros de Alemania se proyectó “El triunfo de la Voluntad” (Leni Riefenstahl, 1935). Cuando aún no había estallado la guerra, el film de Riefenstahl fue reconocido y premiado en festivales de cine estadounidenses o franceses. No parecía haber duda sobre su valor como obra de arte, pero había cuestiones morales algo más crecidas que un huevo de serpiente. Para Benjamin, los avances técnicos y artísticos, el espíritu ilustrado del positivismo, podía ir asociado a una visión irracionalista de los procesos políticos. El impulso modernista era complejo y se mostraba con tendencias constructivas y destructivas, los nazis llevaron al paroxismo las segundas. Mientras Victor Fleming estrenaba “El Mago de Oz” y rodaba “Lo que el viento se llevó” (ambas de 1939), Adolf Eichmann firmaba La Solución Final.

 

La propaganda épica de “El triunfo de la Voluntad” fue la prueba a la teoría benjaminiana de que no solo la vida posee un impulso estético, también la muerte lo tiene. La asociación entre muerte e impulso estético puede desarrollarse a nivel colectivo y acoplarse perfectamente en las entrañas de los movimientos de masas y de una concepción monumental de la política como espectáculo. El ascenso de Hitler a la cumbre de la política alemana es un ejemplo paradigmático de la utilización de esa estética de la muerte.

 

PASADO Y PRESENTE

 

En 1921, mientras Walter Benjamin abrazaba el materialismo marxista nacía Chris Marker en Neuilly-sur-Seine, lugar de nacimiento de Roger Martin du Gard, el cual había coincidido en las ‘décadas de la abadía de Pontigny’ con Benjamin. Marker es una suerte de Walter Benjamin cinematográfico debido a sus personales películas-ensayo donde los comentarios filosóficos, políticos y sociales se mezclan con las imágenes con brillantez, emoción e información (un ejemplo destacado es “La Jetée”, 1962, cortometraje de ciencia-ficción confeccionado a partir de fotos fijas que Terry Gilliam versionó en 1995 con “12 Monos”). En 1955, Marker colaboró por segunda vez con el director francés Alain Resnais revisando el texto que el poeta Jean Cayrol había escrito para “Noche y Niebla”. Jean Cayrol formó parte de la resistencia francesa tras la ocupación alemana, fue capturado y recluido en el campo de concentración austriaco de Mauthausen-Gusen, donde murieron cerca de 300.000 personas. Cayrol no fue uno de ellos, consiguió vivir hasta el año 2005. Tal vez podía haber sido esa la historia de Walter Benjamin, pero tres meses después de la ocupación francesa se suicidó en la frontera española temiendo su inminente entrega por parte de las autoridades ibéricas a los colaboracionistas franceses.

 

“Noche y niebla” es un montaje de material incautado a los nazis tras la guerra, el film desprende crudeza y delicadeza a partes iguales. En el film de Alain Resnais, como en los textos de Walter Benjamin, la alusión a un hecho pasado no se limita a una descripción de éste, sino que se convierte en una manera de analizar el presente (un ejercicio inverso lo realizaría Neill Blomkamp con “Distrito 9”, 2009). En 1955, en pleno montaje de “Noche y niebla”, aparecieron en Francia ciertos campos de reagrupamiento, que, aunque no se pueden comparar con los campos de exterminio alemanes, inquietó a cierto sector de la sociedad francesa. Estos campos de reagrupación estaban destinados a los argelinos exiliados o detenidos durante la guerra de independencia del país africano, y los franceses no escatimaron en torturas para obtener información sobre las guerrillas del Frente de Liberación Nacional argelino. Así, la idea sola de poner de relieve el horror y el bestialismo del holocausto dejó paso a un concepto más complejo. El film de Resnais se convirtió así en una llamada de alarma con respecto al presente, para que la historia no se repitiese, no dejaba que el espectador se desentendiese de la responsabilidad moral de los actos que estaba viendo.

 

EL ECLIPSE DE LA RAZÓN

 

Era evidente cierta degradación del hombre a causa del racionalismo combinado con el poder, ese poder que se ejerce hasta aniquilar el valor del ser humano y hacerlo objeto de horribles depravaciones. Pier Paolo Pasolini, otro marxista anacrónico, desarrolló todo esto en “Saló o los 120 días de Sodoma” (1975), un catálogo de perversiones y torturas a través de los cuatro estados del poder que el Marqués de Sade propone en “Las 120 jornadas de Sodoma” (obra de 1785). La Ilustración descrita por Kant resultó ingenua, presuponía, el uso personal de la razón, una confianza en la bondad de las instituciones. Las instituciones nacionalsocialistas no eran bondadosas así que los funcionarios, siguiendo la razón establecida sólo se limitaban a obedecer mandatos tan podridos como los que los creaban: el Magistrado, el Duque, el Obispo y el Presidente. La banalidad del mal estaba servida, la excusa era la razón y un atajo de eichmanns cualquiera fueron los brazos ejecutores. El mundo había cambiado para siempre, pero seguía siendo el mismo. La dialéctica negativa y el eclipse de la razón habían puesto las dicotomías del lado oscuro.

 

Escribía Theodor Adorno en 1951 que no se podía escribir poesía después de Auschwitz. La Ilustración, vista antes con buenos ojos por los miembros de la Escuela de Frankfurt se tornaba tras la guerra en siniestra y traicionera. La razón puesta al servicio de la barbarie es razón igualmente, pero si esta es la misma razón que consideramos el punto culminante de la humanidad se desatan una serie de interrogantes morales que nos llevan al desencanto del modelo ilustrado, la pérdida de confianza hacia el conocimiento como medio de elevarse por encima de la mediocridad. Tal y como el desencanto por los nuevos medios artísticos había abordado a Benjamin, también las consecuencias de una tecnocracia racionalista habían puesto en retirada a Horkheimer, Adorno y toda la Escuela de Frankfurt. Aunque, así como Benjamin podía vislumbrar un haz de luz positivo entre la oscuridad de la ‘pérdida de aura’ del arte, también Adorno ve una salida a la angst existencial provocada por los actos nazis, una pequeña via de escape por la que no se puede salir nunca del todo: el arte.

 

EPÍLOGO

 

“Toda época ha rechazado su propia modernidad; toda época, desde la primera en adelante, ha preferido la época anterior”, decía Benjamin en su ensayo de 1931 “ Pequeña historia de la fotografía”. De ahí que prefiriese sumergirse en el pasado a la hora de hablar del presente, que optase por comunicarse con sus lectores a través de la nostalgia. Que sus obras puedan considerarse autorretratos del propio autor nos remite a, por ejemplo, Miguel Ángel pintándose como la piel de San Bartolomé para denunciar las miserias de su existencia, la sensación de impotencia frente a la necedad del juicio que se hacía del arte, o de la imposibilidad de escapar de la despiadada sentencia divina. Pero la maquinaria nazi que enguyía Europa dejó el autorretrato de Benjamin inacabado, el discurso para con su público inconcluso.

 

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