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El cine negro siempre fue un refugio de personajes decadentes, sin moral, de antihéroes sin nada que perder, de supervivientes de esa fiera impasible que llamamos sociedad. Existen dos protagonistas prototípicos en el elenco del cine negro: detectives en el crepúsculo de sus carreras, con recuerdos de su glorioso pasado que se filtran en forma de sueños irrecuperables y perdedores que tuvieron la suerte en sus manos pero la dejaron ir por culpa de alguna femme fatale o de alguna botella. Para Kaurismäki, ese estrato de la sociedad hace tiempo que se identifico, que se mimetizó con la clase obrera (la prueba más palpable la temos en “Yo contraté a un asesino a sueldo”, 1990), con las clases desfavorecidas, el Jeff Bailey-Robert Mitchum de “Retorno al pasado” (Jacques Tourneur, 1947) no sería más que un empleado con problemas con el jefe, y el desgraciado Al Roberts-Tom Neal de “Detour” (Edgar G. Ulmer, 1945) sería sólo alguien tan descontento con su vida que decide emprender un viaje para cambiarla.

“Luces al atardecer” se sirve de todos los elementos del cine negro, pero Kaurismäki se los lleva a su terreno, a ese terreno en el que los seres humanos no son más que, como decía Hobbes, átomos en el espacio, que se mueven independientes a todo, y que, a veces, al colisionar unos con otros cambian de dirección y modifican sus rumbos. Esos ámbientes gélidos y silencios incómodos son ya señas de identidad del finlandés, pero también están muy relacionados con esas poses de tipo duro que Bogart nos regalaba en “El último refugio” (Raoul Walsh, 1941) o “El sueño eterno” (Howard Hawks, 1946), con largas caladas y miradas duras.

El Koistinen de “Luces al atardecer” pertenece a grupo de los perdedores, pero no se conforma con lo que tiene, siempre está hablando del futuro, de cuando tenga dinero, pero ese es siempre el problema del perdedor del cine negro, el Frank Chambers-John Garfield de “El cartero siempre llama dos veces” (Tay Garnett, 1946) piensa que se hará rico gracias a un crimen, para Koistinen, como manda el cine de Kaurismäki, el sueño es tener su propia empresa. Pero como pasaba en los años 40, el pensar así es lo que lo hace terminar en una cuneta. Para Walter Neff-Fred McMurray (“Perdición”, Billy Wilder, 1944) intentar hacerse rico con un crimen en vez de honradamente no es la mejor idea, pero para Koistinen intentar hacerse rico honradamente, en vez de delinquir (como hace el triunfador de la película, ese ganster de cara descastada).

Los tiempos han cambiado, ya no estamos en los años 40 ya no anda por ahí el teniente Dan Muldoon, ni el profesor Richard Wanley, ni Sam Spade, en vez de eso tenemos a émulos de Harry el sucio, a Jeffrey Lebowski y a Ford Fairlane, como ya comenzaban a intuir Arthur “Cody” Jarrett o Johnny Farrell, la moral no es blanca o negra, lo políticamente correcto no tiene por que ser lo bueno, el antihéroe es el héroe de esta jauría que es la humanidad, en la que un tonto enamorado de la chica errónea ha de aprender que la fidelidad no siempre es el mejor paso a dar, en la que siempre hay un piso más abajo en el pozo de la miseria, en la que el amor incondicional del solitario no es más que una herramienta del manipulador. Aki Kaurismäki nos ha demostrado que ya no estamos en los años 40, ni falta que hace.

 

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