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“Grizzly man”, la última película del inclasificable director alemán Werner Herzog y una de esas joyas existenciales del documental con que nos suele deleitar, es la excusa. Yo, mis sueños y mi amalgama de admiración y envidia insana hacia los que han podido vivir tal y como han querido somos los autores. El concepto: que la manera en que nos enfrentamos a la Naturaleza (externa y, por supuesto interna) determina la percepción de nuestra propia vida, y, conforme a ello, debería ser fícil mecernos en las callosidades de la felicidad, en vez de esto se nos despliega un amplio abanico de dualidades.

Timothy Treadwell vivió en los bosques de Alaska en compañía de su novia tratando de formar parte de una comunidad de osos grizzly durante 13 años, exactamente hasta que él y ella fueron devorados por uno de estos enormes mamíferos plantígrados. Sobre su historia Werner Herzog tiene un perfecto caldo de cultivo para desarrollar todas sus obsesiones: el hombre enfrentado a la Naturaleza con todo su empeño, ese hombre que desde el mundo civilizado es interpretado como irracional o insano pero que no es más que alguien tratando de equiparar de una u otra manera sus deseos con sus posibilidades (¿soléis preguntaros acerca de los límites de la locura? ¿a partir de qué momento un cuerdo está loco?). Sobre este tema son imprescindibles las colaboraciones de Herzog con Klaus Kinski (tal vez el actor más odiado de los últimos 50 años, acusado de abusos sexuales a su hija Natassja y destroza rodajes, “Mi enemigo íntimo” es un documental de Herzog en que relata la extrema relación con Kinski), sobre todo “Fitzcarraldo” en la que Herzog se vio envuelto en su propio “Apocalypse now” al tratar de cruzar un barco por encima de una montaña con la ayuda de los indígenas y las, poco cooperativas, rabietas de Kinski.

En su enésima perforación hacia los entresijos de la mente humana en su interacción con ese devora-hombres vivos que es el mundo, el viejo Herzog me hizo pensar; con 29 años, él rodaba “Aguirre, la cólera de Dios” en plena selva amazónica, algo tuvo que crecer dentro de él tras aquella impensable experiencia que lo llevó a ser director de cine de por vida. Timothy Treadwell fue destrozado por un oso de una tonelada, pero cuando lo ves pasear por los parajes de Alaska, susurrar anécdotas sobre los osos agazapado frente a los introspectivos ojos de Herzog, te das cuenta de que el disfrute que todo aquello le proporcionaba estaba por encima de cualquier cosa mundana. El viejo Herzog me hizo pensar en el sentido de nuestras vidas, en la condición que ostentamos y en que estamos tan contaminados, que pasamos la vida entera satisfaciendo roles e instituciones sociales a la vez que acumulamos frustración, desilusión y rabia, y al final morimos con tantos y tantos deseos irrealizados.

Sé que se necesita dinero, sé que tenemos hijos que mantener, que tenemos responsabilidades para con nuestros padres, esposas y novios, sé que hay que trabajar para poder comer, pero también sé que el Grizzly Man del título no eligió el camino más cómodo, sé que sólo tenemos esta vida para tocar la arena del desierto y para que se nos encoja el corazón ante la inmensidad del mar. Soñamos con un amor furtivo y con sexo apasionado, queremos ser lo más importante para alguien y viajar al otro lado del mundo, queremos llevar a cabo nuestros sueños pero estamos atados y obligados a cambiar de sueños, a sustituirlos por unos más generales, fundar una familia y desgastarnos en un trabajo diario, supongo que no soy nadie para menospreciarlos. Sé que todo está cargado de contradicción, y precisamente de eso nos hablaba Werner Herzog, de un mundo plagado de relaciones dialécticas, locura-cordura, salvaje-civilizado, satisfecho-insatisfecho, tranquilo-inquieto, vivo-muerto. Mañana hay que trabajar, mejor será acostarse y olvidarse de todo, o tal vez no.

 

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