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Había para Comte un segundo estadio tras el Teológico. Después de depositar en seres sobrenaturales las respuestas a nuestras más recurrentes dudas, el ser humano da un paso hacia adelante. En el Estado Metafísico o Abstracto sustituimos aquellos agentes o fuerzas sobrenaturales por entidades abstractas. En este estado de tránsito reina la ansiedad de no poder dar respuestas concisas a nada, ya no nos podemos apoyar en la sabiduría sobrenatural del estado teológico. Como en “Persona” (Ingmar Bergman, 1966) o “Arrebato” (Iván Zulueta, 1980) las claves de todo están depositadas en lo no-concreto, los dioses han perdido el cuerpo y también los demonios.

La ambiciosa reflexión metacinematográfica que Ingmar Bergman desplegó en “Persona” es un recorrido por esa desorientación que provoca el cuestionar nuestra propia existencia, nuestra propia naturaleza, sin tener nada concreto de dónde sacar respuestas. Pero Bergman aplica estas premisas a la propia existencia del cine. Desde esa introducción en forma de collage cinematográfico, Bergman nos recuerda que estamos viendo una película (como en los títulos de crédito de “La hora del lobo”), nos propone reflexionar sobre la razón de ser del cine, sobre esas dos caras de la misma moneda que son Liv Ullman y Bibi Andersson, la actriz y la enfermera, el arte y la ciencia. Pero ¿dónde puede encontrar las respuestas Bergman?

Iván Zulueta repitió el juego de Ingmar Bergman en 1980. En “Arrebato” volvemos a encontrar las mismas reflexiones existencialistas sobre el cine que en “Persona”, incluso las conclusiones son similares. La relación vampírica que se establece entre el cine y el público termina por asediarlo todo. La búsqueda de respuestas no nos lleva más que a una especie de dependencia cuasi-vejatoria. Zulueta se arropa con la serie B, con el cine de terror y el underground para mostrar el descenso a los infiernos de un director de cine de segunda categoría, yonky e inseguro. El artista (como la actriz de “Persona”) también ha protagonizado una búsqueda, y esta búsqueda ha acabado en nada, en apatía y abandono. Atrás quedaron los tiempos en los que podíamos apoyarnos en Dios, confiar en los santos, ahora ha llegado la hora del terror, de la ansiedad que provoca lo desconocido, del vértigo ante el vacío, ante la nada.

Ingmar Bergman se mueve en el estado metafísico o abstracto porque está de camino a algo superior, de ahí que se suela considerar “Persona” como la cumbre de su obra, es, de hecho, su punto medio, en el que ha abandonado el estado teológico que podemos observar claramente en “El manantial de la doncella” o en “El séptimo sello” (esa personificación de la muerte), y aún no ha pasado al tercer y último estadio. Sin embargo, el trabajo de Iván Zulueta es una pura oda a ese estado abstracto, el monstruo como ser abstracto, como algo inherente a las cosas, algo que no vemos pero sentimos, que nos crea ansiedad y nos eriza los nervios.

En la conquista del sentido del ser existe una zona de nadie, un limbo al que llamamos estado metafísico, el territorio de la duda y de lo indeterminado, es un lugar de paso, un sitio por el que todos caminamos en algún momento, vayamos arriba o abajo. El gran problema existencial de la sociedad de los últimos 100 años es que tendemos a vivir en ese estadio de tránsito, de ese estadio sin respuestas, donde la abstracción nos imposibilita las preguntas. Y podemos vivir aqui porque hemos aprendido a admirar lo abstracto, a apasionarnos por una caricia en el cuello con los labios o una extraña grabación casera, no podemos explicar porqué nos gusta media cara a contraluz o un frío plano cenital, el territorio de las respuestas a porqué nos fascina Liv Ullman o Cecilia Roth es algo que atribuimos a gustos o preferencias, a los lares de lo inexplicable.

 

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