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Erasé una vez que estábamos solos en el mundo, sin nadie a nuestro alrededor, sin nadie que nos mirase de soslayo, ni por encima del hombro, sin nadie que nos censurase nuestra conducta. Al principio todo fue bien, pero resultó que necesitábamos de alguien, un Tyler Durden o un Wilson cualquiera, alguien a quien contarle lo que sentiamos, el mundo cambiaba de cariz, empezábamos a ver que ciertamente sin nadie más en el mundo las cosas habituales que solemos hacer ya no tienen sentido. Si tuviese un mes de vacaciones me iría de viaje, vería peláculas y leería un libro. Pero si nadie más existe aparte de mi ya no me interesan las películas, ni los libros, ni nada, nuestros comportamientos casi siempre están construidos, concevidos, ideados en función de los demás. Esta es la premisa inicial de “The world, the flesh & the devil”, el clásico de culto que Ranald McDougall (guionista de prestigio, autor de los libretos de la joya “The house in the square” de Roy Ward Baker, 1951, en la que ya daba cuenta de su gusto por la ciencia-ficción; del drama negro “Alma en suplicio” de Michael Curtiz, 1945; de la comedia, versionada por Neil Jordan con Robert de Niro y Sean Penn en los papeles de Humphrey Bogart y Aldo Ray, “No somos ángeles”, también de Curtiz; o de la superproducción de Joseph L. Mankiewicz “Cleopatra”, 1963) ideó en 1959.

La idea nos resulta muy conocida, hace poco Will Smith paseaba por una Nueva York postapocaliptica de esta misma guisa en “Yo soy leyenda” (adaptación del libro de Richard Matheson) de Francis Lawrence (director de la curiosa “Constantine”), y sobre ese mismo argumento original hemos podido ver a Charlton Heston en “El último hombre vivo” (Boris Sagal, 1971) o a Vincent Price en la subestimada “El último hombre vivo” (Ubaldo Ragona, 1964). Pero existe otra alternativa en esta clase de películas, en vez de quedarse el mundo poblado de vampiros o mutantes asesinos (en la serie B “La noche del cometa” de Thom Eberhardt, 1984) o zombies comepiel (como en “La Casa del Árbol del Terror VIII”), simplemente se queda poblado por nadie, nadie hasta que aparece alguien (aunque podemos destacar “The noah”, dirigida por Daniel Bourla en 1975, en la que Robert Strauss da su canto del cisne como one man show), y entonces esa soledad del mundo se desvanece, todo parece volver a la normalidad, ya no importa que todo el mundo haya sido fulminado, en compañía todo es más llevadero. Y normalmente aparece hasta un tercero, y es ese momento donde aparece el conflicto, conflicto entendido como primigenio, como básico en la constitución del ser humano.

Esta segunda posibilidad es la que desarrolla “The world, the flesh & the devil”. Harry Belafonte (LO MEJOR: probablemente el film que nos ocupa, o “Apuestas contra el mañana” del artesano infalible Robert Wise y también de 1959; LO ÚLTIMO: está en la resultona “Bobby” de Emilio Estévez, 2006), minero de color, sale de una cueva y descubre que todos han muerto. Al tiempo encuentra a la rubita Inger Stevens (LO MEJOR: en 1960 apareció en dos episodios de “En los límites de la realidad”, uno de ellos el recordado episodio del inevitable autoestopista, y, por supuesto, la presente; LO ÚLTIMO: el western de 1968 con Clint Eastwood “Cometieron dos errores” de Ted Post, la policíaca “Madigan” con Henry Fonda y Richard Widmark, del especialista Don Siegel y algunos trabajos olvidables para televisión) y sus lazos comienzan a unirse a pesar de ciertas tiranteces raciales. Cuando José Ferrer (LO MEJOR: la epopeya bélica “El día más largo” o “Encubridora” de Fritz Lang; LO ÚLTIMO: su última aparición cinematográfica destacable fue en “Lili Marlen” de Fassbinder en 1981, pero no se retiró hasta 1995 participando en telefilmes y series varias como “Se ha escrito un crimen”), un apuesto y atrevido patrón de barco, aparece todo se rompe. Es como si los conflictos humanos desapareciesen con la humanidad, pero en cuanto tienes dos humanos comienzan los problemas, y cuando hay tres las combinaciones son mayores, imagina con 10 o 20 miles de millones. La importancia no está en la acción, en la caza del monstruo, aqui lo importante son las relaciones de los personajes, como partiendo de cero se vuelve a entro poco a poco en un nuevo estado social. En 1985, Geoff Murphy realizó en Nueva Zelanda “El único superviviente”, la cual es un calco del film de Ranald McDougall (tensión racial, estudio de personajes, triángulo amoroso, …), la crática acogió muy bien, a pesar de tener un final de lo más delirante, o confuso, o no sé muy bien como llamarlo.

No era la primera vez, en 1959, que se mostraba el argumento del hombre solo en La Tierra, algunos films antes ya habían andado ese camino, pero de diferente forma (como ejemplo citaré en 1933 “It’s great to be alive”, comedia musical de Alfred L. Werker, director de la excelente “Sherlock Holmes contra Moriarty” en 1939, y su versión para el mercado hispanoamericano “El último varón sobre la tierra” de James Tinling, director de ciertos veháculos para otros detectives como Charlie Chan en “Charlie Chan en Shanghai” de 1935 o el Mr. Moto del inolvidable Peter Lorre). La primera había sido “The Last Man on Earth” de 1924, dirigida por John G. Blystone (director de, una vez más, “Charlie Chan’s chance” en 1932) con la premisa de que todos los hombres fértiles habían muerto menos uno.

Es obvio que ese es el objetivo de todos estos films, mostrarnos como los sueños que tenemos pueden convertirse en pesadillas, a veces desearíamos que todos murieran, ya sea por una epidemia, energía nuclear o que un cometa los reduzca a cenizas, pero si hay algo que he aprendido de “The world, the flesh & the devil” es que eso me volvería aún más loco… o tal vez no era eso.

 

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