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El final de la Segunda Guerra Mundial marcó la pérdida del monopolio de los grandes estudios del negocio cinematográfico y la aparición de las grandes agencias de prensa fotográfica (como la Agencia Magnum) para dar cabida a la fotografía documental que iba creciendo tras la importancia de los medios visuales durante la contienda europea. Las estrellas de Hollywood se emanciparon de sus contratos esclavistas y nació un nuevo tipo de cine (el cine independiente), mientras que los fotógrafos experimentaban a pie de calle con el color aplicando los nuevos avances en velocidad y sensibilidad. Sólo un período tan revolucionario podía dar cabida al nacimiento del cine independiente con John Cassavetes (“Shadows”, 1959) o a la obra fotográfica de Bill Brandt (“Francis Bacon”, 1963).




DE LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL A LA GUERRA DEL VIETNAM (1945-1970)

 

También hay dos periodos diferenciables tras la Segunda Guerra Mundial, entre 1945 y 1970. El primero iría desde el fin de la guerra hasta 1960, cuando las influencias europeas se mezclaron con una sólida tradición americana a través del intercambio entre europeos que se refugiaban del nazismo en EE.UU. (como Billy Wilder, Edgar G. Ulmer, Alfred Eisenstaedt, Erwin Blumenfeld ola Escuelade Frankfurt casi al completo) y con las innovaciones que habían traido toda una generación de recién llegados (como la primera generación de cineastas forjados en la televisión americana: Sidney Lumet, Stanley Kramer o Robert Altman influidos también por otros ‘enfants terribles’ al otro lado del charco, el Free Cinema inglés ola Nouvelle Vague francesa; y los fotógrafos que se lanzaron a la carretera en los tiempos del jazz underground siguiendo o anticipándose a los pasos de Jack Kerouac, como Robert Frank o Minor White). Su aspecto externo era similar a un humanismo positivo, pero ocultaba en el fondo, bajo la dirección de la vanguardia, una búsqueda de valores espirituales y de visiones intensamente personales. El segundo comprende la década de los ’60, década que vio surgir una nueva estética visual más crítica con la sociedad y más personal en su punto de vista. La experimentación con una gran variedad de técnicas brotó en los últimos sesenta paralelamente a la orientación hacia los modos de vida alternativos que habían adoptado muchos jóvenes americanos.

            Dado por muerto con homenaje postumo incluido en el MOMA en 1947, Henri-Cartier Bresson vivió hasta 2004 sin dejar de haer fotos. Supongo que esto ayudó a que el corpus de la obra de Cartier-Bresson alrededor de la Segunda Guerra Mundial (“Libération du camp de Dessau”, 1945) impresionara tanto a los fotógrafos americanos como impresiona a cualquiera que sienta cierta pasión por el mundo que le rodea (no pasó desapercibida para Roberto Rossellini en “Alemania, Año Cero” de 1948 o para W. Eugene Smith (como en el ensayo fotográfico ‘Spanish Village’, 1950). Algunos copiaban su estilo, y otros se tomaron como un gran reto demostrar que el credo Cartier-Bresson estaba equivocado. Así, esa mezcolanza de documentalismo en la era dorada de las revistas ilustradas americanas (Vogue, Paris Match o Life tenían en sus filas fotógrafos como Eve Arnold, “Marilyn Monroe at Mount Sinai, Long Island”, 1955; o Philippe Halsman, “Dalí Atomicus”, 1948) y las grandes superproducciones de
Hollywood que intentaban amortizar el éxito de la televisión (era la época de “Centauros del desierto” de John Ford, 1956, o “Ben-Hur” de William Wyler, 1959), de la búsqueda de unos valores que parecían en quiebra tras el holocausto nazi (el filósofo y teórico artístico Theodore Adorno escribió que ya no era posible la poesía tras Austwitz, lo que se explicitaba en “Noche y niebla” de Alain Resnais en 1955 o “Slaughtered South Korean prisoners and peasants“, 1952, de Margaret Bourke-White) y la amenaza nuclear (que hizo de las  suyas en el cine de terror, con “Japón bajo el terror del monstruo” de Inoshiro Honda, 1954, o “Tarántula” de Jack Arnold, 1955) cuajó durante toda la década de los ’50.

Pero los ’60 venían cargados de revolución, como si todo naciese de nuevo, como la primera época de largometrajes

de Alfred Hitchcock, calmada pero arriesgada al principio (“Psicosis”, 1960, o “Los pájaros”, 1963) con el folk de Bob Dylan y con las fotos de ‘The Americans’ de Robert Frank; pero radical y brutal al final (“Cortina rasgada”, 1966, o “Frenesí”, 1972) con el protoheavy de Led Zeppelin, las performances fotográficas orgiásticas de Max Waldman y esa América de colores revienta-pupilas de William Eggleston (“Morton, Mississippi”, 1970), opuesta a la calma de Frank. Lá psicodelia y la cultura alternativa denotaban que los géneros convencionales empezaban a secarse, surgiendo a lo largo de la década infinitud de vanguardias relacionadas con la rebeldía y la evasión. Jerry Uelsmann y sus oníricas imágenes (“Symbolic Mutation”, 1961); la búsqueda de la esencia humana de “2001: una odisea del espacio” (Stanley Kubrick, 1968); las crudas fotos del futuro director de “Kids” (1994) Larry Clark en “Tulsa” (1963-71); la libertad antisocial de “Easy Rider. Buscando mi destino” (Dennis Hopper, 1969); las sobrecargadas y modernas adaptaciones de Poe a cargo de Roger Corman; las instantáneas del movimiento en vivos colores de Harold Edgerton (“Bullet piercing an apple”, 1964); el erotismo exagerado de Russ Meyer (“Vixen!”, 1968); y esa escalofriante “The Self-Immolation of Thích Quảng Đức” que 

captó Malcolm Browne en 1963. Todo esto servia para crear nuevas vías de expresión al margen del mainstream representado por los grandes estudios americanos, que intentaban importar grandes talentos europeos (como el polaco Roman Polanski en “La semilla del diablo”, 1968) o explotar a viejas glorias artesanas como John Huston (“Vidas rebeldes”, 1961, cuyas fotos rodaje convirtieron a Eve Arnold en una de las más importantes fotógrafas del las revista gráficas); y la estéticamente influyentes revistas de moda (con el claro ejemplo de David Bailey, colaborador en 1966 de Michelangelo Antonioni en “Blow-Up”, y sus fotos de estrellas de la música y el cine) junto a las agencias fotográficas creadoras de opinión (Magnum contaba en su filas con fotografos de la talla de Bruce Davidson, “Mother and child on bed. East 100th Street, New York City”, 1967, o Elliott Erwitt, “Lost Persons Area. Pasadena, California”, 1963).

 

Los años 70 traerían consigo un nuevo paradigma al que odiar y adorar, sobre el que trabajar o contra el que despotricar y reprobar. El postmodernismo marcaría el mundo de la imagen para siempre, siendo lanzado al infinito y más allá gracias a algunos avances técnicos revolucionarios.

 

 

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